Democracia desarmada

Carlos Basombrío Iglesias

La palabra desarmada admite una doble acepción: carecer de armas para defenderse, o que la pérdida de elementos claves afecte la unidad y la esencia de algo. La reflexión de este artículo de fin de año refiere a ambas.

 

Es casi un lugar común decir que la luna de miel de la transición democrática concluyó. Se podría decir incluso que acabó abruptamente el 1 de agosto del año 2001. Los meses transcurridos desde entonces han sido de un profundo desgaste y de creciente incertidumbre sobre lo que puede ser el futuro de la democracia peruana.

Durante la etapa que encabezó el presidente Paniagua, y pese a las dificultades que se enfrentaron, la transición parecía claramente encaminada hacia su consolidación. Es cierto que además de los indudables méritos del presidente y su equipo jugaba a su favor su transitoriedad, así como lo preciso y limitado de los objetivos a cumplir. Es decir, no cabía exigir en esa etapa la solución de problemas que requerían de un gobierno con la fuerza que dan las urnas y el tiempo para poner en práctica los remedios de fondo. Así, en los ocho meses de la primera transición continuaron acumulándose –y hasta engrosándose con cada promesa electoral irrealizable de los diversos candidatos- las expectativas que le estallaron de golpe a los nuevos gobernantes no bien instalados en sus funciones.

Cinco meses después, es un dato de la realidad que esta irritación popular por necesidades postergadas, más los límites de la economía y el poder de los que quieren volver al pasado, han puesto contra las cuerdas al gobierno de Toledo y en riesgo la mismísima transición democrática.

Es sumamente importante aclarar, para que no se produzca el menor equívoco, que este artículo no busca equiparar a quienes están a favor del gobierno de Toledo con los defensores de la democracia y, menos aún, a quienes están en la oposición con sus enemigos. En lo absoluto. No se trata de eso. La razón de ser de estas líneas es analizar los graves problemas que enfrentan hoy las fuerzas democráticas para consolidar su victoria frente al autoritarismo, transformándola en una institucionalidad estable y eficaz para enfrentar en mejores condiciones los problemas nacionales. Por fuerzas democráticas se está entendiendo al conjunto de los sectores (tanto en el gobierno como en la oposición, tanto en la actividad política como en la sociedad civil) que lucharon por años por acabar con el abuso y la inmoralidad en el poder.

No se trata tampoco de ocultar que parte de los problemas que enfrenta la transición democrática se derivan de los errores cometidos en la gestión del gobierno del presidente Alejandro Toledo. Errores que están vinculados, de un lado, a las dificultades sufridas hasta ahora por el gobierno para plantearle al país un liderazgo y un rumbo claro de salida a los problemas y, del otro, a lo que Susana Villarán gusta llamar la falta de austeridad republicana, estilo de gobernar poco practicado al inicio y que tanto daño le hizo a la imagen presidencial en los dos primeros meses de gestión.

Pero no hay que perder la perspectiva. Las dificultades que se están enfrentando en estos meses trascienden incluso los límites y errores del gobierno. Es decir, muy probablemente las habrían enfrentado también Alan García o Lourdes Flores de haber ganado, añadiendo cada uno de ellos algunos errores y aciertos diferentes de los que hoy en día tiene el gobierno; pero –y he aquí la tesis central que se propone a discusión-, sin cambiar la esencia del problema que ahora enfrentamos.

Es por tanto importante identificar aquellos asuntos hoy en la escena que trascienden a quien gobierna y frente a los cuales la democracia que tratamos de reconstruir parece, por ahora, notoriamente desarmada; situación que genera, además, el riesgo de que también a mediano plazo termine desarmada.

En primer lugar, hay que mencionar lo complejo y difícil que está probando ser, una vez más, que se consolide una democracia en un país con tan profundas desigualdades económicas; más aún en medio de una recesión económica de casi cinco años seguidos que hace virtualmente imposible a quienes gobiernan poder satisfacer siquiera parcialmente el cúmulo de expectativas de la población. Y vaya que hay demandas de todo tipo. Las hay en todas las regiones, exigiendo simultáneamente obras de desarrollo y de infraestructura vial, por ejemplo, que demandan inversiones sumamente importantes. Las hay en el sector público por salarios y reposiciones masivas que, pese a lo justas que son, no pueden encontrar respuesta positiva por la frialdad de los números.

Hay, en síntesis, un conjunto de expectativas y necesidades de la población que las autoridades consideran legítimas, pero que simplemente no tienen cómo atender.

La respuesta del gobierno a este respecto viene siendo, en el ámbito político, la generación de espacios de concertación y diálogo con los sectores sociales involucrados en las protestas, para tratar de concordar en algunas medidas que sean viables en el momento actual. En al terreno propiamente económico el gobierno busca mecanismos de reactivación, pero se encuentra frente a dos limitantes que hasta ahora no logra vencer: uno, los condicionantes externos tan nítidamente expresados en los requerimientos del Fondo Monetario Internacional; y, dos, la situación de la economía mundial que, según la prestigiosa revista The Economist, podría estar entrando a su peor recesión de los últimos cincuenta años.

Un segundo escenario en el que la democracia parece estar desarmada se refiere a la fragilidad de la clase política nacional, la falta de partidos políticos consistentes, tanto en el gobierno como en la oposición, que se conviertan en un espacio de canalización positiva de las expectativas de la población. Esto permitiría una mayor gradualidad o moderación de las protestas sociales o una canalización hacia la política del clima de irritación social en el que vivimos.

Hoy por hoy, es necesario decirlo, se ha iniciado una tempranísima competencia entre líderes políticos por “posicionarse” (¡¡¡qué horrible palabreja!!!) para suceder a Alejandro Toledo. Ninguno de los potenciales contendores quiere quedarse rezagado, y en el clima de crispación general que se vive, la denuncia implacable de las acciones del gobierno es hoy en día electoralmente rendidora.

Hay que señalar que existe un problema adicional en el Congreso, donde es difícil hablar de bancadas políticas cohesionadas en función de objetivos políticos definidos; lo que existe más bien en muchos casos (gobiernistas y opositoras incluidas por igual) es una competencia de intereses de grupos locales, sectoriales e individuales que empobrecen al extremo la discusión política y hacen difícil anteponer intereses nacionales.

Un tercer escenario en el que la democracia está desarmada es el de los medios de comunicación masiva, muy en particular la televisión. Los dueños de varias empresas de TV son delincuentes en fuga por haber vendido sus canales a los más sucios fines, siendo corresponsales del proceso de corrupción y destrucción institucional de los años anteriores. Sin embargo, estas mismas personas (a través de sus hijos y hermanas) siguen definiendo en el Perú lo que se informa y lo que no. ¡Es indignante! Habría que ser demasiado ingenuo para no entender que para esos canales de televisión el objetivo fundamental es “salvar” de la cárcel al hermano o al padre. Para ello se requiere construir, con el tipo de cobertura diaria de sus noticieros y programas políticos, un clima social y político destinado a mostrar que este régimen es inviable y que hay que regresar a una situación diferente y, por supuesto, más comprensiva con los pecadillos de papá.

Estos canales de televisión usufructúan un bien escaso que nos pertenece a todos: las frecuencias que el Estado administra para la transmisión por televisión. ¿Y no fue acaso el canal el arma del crimen? ¿No fueron los canales como tales los que, violando la ley electoral, se negaron a pasar publicidad pagada de los candidatos opositores? ¿Cómo puede ser posible que al ladrón que usó su llave maestra para abrir la puerta del banco, robarlo y fugarse, se le permita luego conservar la llave para que sus socios sigan entrando al banco todos los días?

Este es otro de los grandes temas en los que hasta ahora  la democracia está desarmada. Es cierto que la democracia no puede usar los métodos de las dictaduras; es decir, tiene que respetar la Constitución, la ley y el conjunto de la normatividad vigente. Lo es también que las normas actuales no son lo suficientemente taxativas y dejan resquicios para argumentar que por vía administrativa no se puede sancionar monstruosidades como las ocurridas. De otra parte, sabemos que por el lado judicial existen grandes dificultades para que la sanción que los dueños de estos medios merecen pueda producirse en un plazo relativamente corto. Entre tanto, ellos están logrando hábilmente convertir la  protección de personas y empresas que han incurrido en gravísimos delitos en una supuesta cruzada por la libertad de expresión. No se logra en el otro lado encontrar los consensos y los mecanismos adecuados para enfrentar el problema respetando las formas de la ley, y, a la vez, haciendo lo que es evidentemente justo. Una vez más, democracia desarmada.

El año 2002 es un año decisivo. ¿Continuará el desgaste y el descrédito acelerado de la democracia en el Perú, o se revertirá la tendencia y se conseguirán las condiciones mínimas para su paulatina consolidación? ¿Puede la democracia armarse y conseguir los instrumentos adecuados para salir adelante y superar los problemas mencionados?

Va a ser una pelea política difícil. Pero ganarla es la única esperanza que tenemos quienes luchamos durante tantos años por acabar con un régimen corrupto y mafioso como el de Fujimori-Montesinos, que nos llevó al desastre económico y moral.

Una premisa que deberíamos tener los demócratas peruanos es que con todos sus defectos, con todas sus limitaciones, con todas sus miserias, la democracia que hoy tenemos es cien veces mejor que el autoritarismo que tuvimos en los años pasados y que, además, es el único espacio posible en el cual se podría pensar en algo que hasta ahora no hemos tenido nunca en el país: una continuidad institucional que permita abordar los problemas fundamentales.

El punto de partida ineludible para avanzar por ese camino es una demostración práctica, y no sólo retórica, de madurez y auténtico compromiso con intereses nacionales de la clase política peruana. Si se logra esa actitud se podría  avanzar hacia una verdadera concertación que arribe a un pacto de gobernabilidad que, sin eliminar las diferencias, las críticas y las legítimas diferenciaciones políticas, establezca algunos acuerdos de fondo y reglas de conducta básicos para la política peruana de los próximos años.

Este esfuerzo de concertación tiene que incluir preferentemente a los partidos políticos; pero dada la fragilidad y poca representatividad de estos, tiene que comprometer a los actores de la sociedad civil que cumplieron un papel fundamental en la transición democrática.

La concertación tiene que ser además sobre temas concretos y tangibles. Ello no quiere decir, por cierto, no tener horizontes de largo plazo sobre lo que queremos sea el país, sino que en función de ellos deben producirse acuerdos sobre cómo enfrentar determinados problemas que requieren de un consenso que trasciende largamente al gobierno.

Con cargo a que se puedan incluir algunos otros temas en un proceso de discusiones que debe ser público y transparente, menciono siete que me parecen fundamentales para la agenda:

En primer lugar, se debe llegar a acuerdos básicos sobre los mecanismos fundamentales de lucha contra la pobreza y la desigualdad. Ello pasa, por ejemplo, por priorizaciones en el gasto expresadas en compromisos de porcentajes del producto bruto. Siempre en el terreno económico, hay que ponerse acuerdo en el tema de las privatizaciones y en reglas claras y estables para la inversión nacional y extranjera.

Tiene, asimismo, que asumirse un compromiso concertado de los distintos sectores sobre cuál debe ser el futuro de los medios de comunicación en el Perú, en especial de la televisión, independientemente de las soluciones judiciales particulares que los jueces vayan adoptando caso por caso. Se debe construir un consenso en cuanto a cuál debe ser el rol de la televisión en el país. Si hoy sobresale el problema del carácter mafioso de algunos de sus dueños, hay pendiente también una discusión sobre la pobreza y degradación generalizada en la que ha caído y sus efectos en la vida nacional.

Un tercer tema, hoy también motivo de intensas discusiones,  es el del necesario acuerdo sobre los procedimientos, los plazos y los contenidos fundamentales de la reforma constitucional en el Perú; ello para sentar las bases de una legalidad duradera que sea reconocida y aceptada por todos los sectores.

En cuarto lugar, la concertación tiene que plantear claramente el tema de la descentralización del país. Hay   demasiados proyectos compitiendo entre sí, y se debe llegar a acuerdos sobre cuáles son las modalidades y objetivos de la descentralización antes de poner en marcha un proceso tan complejo y que tantas expectativas ha despertado.

En quinto lugar debe estar el tema de las Fuerzas Armadas. Es necesario concordar en los términos de su verdadera reforma. Ello pasa por tres aspectos igualmente importantes: la delimitación clara de sus atribuciones, los mecanismos objetivos de subordinación y la naturaleza de la fuerza que el país requiere para el siglo XXI.

En sexto lugar, es absolutamente necesario que, fruto de este acuerdo nacional, se llegue a un nuevo régimen de partidos políticos en el Perú. No podemos seguir con una situación en la cual se privilegia el protagonismo individual por encima de los partidos políticos, debilitándose sistemáticamente una de las instituciones fundamentales para la democracia. Se requiere una nueva ley de partidos políticos que los democratice, que los haga más transparentes y que premie la vida política en lugar del vedetismo que atrae votos. Ello, por supuesto, debe venir acompañado de algunas reformas claves en el Congreso, como la renovación por tercios y la eliminación del voto preferencial.

En séptimo lugar, y bien podría haber encabezado la lista, ratificar compromisos compartidos en la lucha contra la corrupción del pasado y fortalecer mecanismos institucionales que la dificulten en el futuro.

¿Será posible que los peruanos que hemos luchado por la democracia tengamos una actitud madura que nos permita avanzar en el camino indicado arriba? Si nos guiáramos solamente por lo ocurrido en nuestra historia, deberíamos ser pesimistas. Pero quizá en la experiencia traumática de los años recientes y en las energías acumuladas en la lucha por la democracia en estos años pueda estar la clave a partir de la cual se avance por esta pista. Cuando hagamos el balance del 2002, estas preguntas deberán haber tenido ya respuesta positiva o negativa. Y de cuál sea esta dependerá en gran medida el éxito o fracaso de la transición democrática.