Conversación con Valentín Paniagua
Una democracia gobernante
Teniendo como telón de fondo el haber compartido una
experiencia de gobierno corta, intensa y exitosa, Susana Villarán conversa con
Valentín Paniagua sobre temas de larga duración de nuestra historia.
¿Creo que ya hay consenso sobre el momento político en el
Perú: estamos en transición a la democracia. Es decir, esta no acabó con el
Gobierno de Transición. En las circunstancias actuales del país, ¿cuánto dura
una transición a la democracia?
La transición nunca es un acto; es
siempre un proceso y su duración depende de las características de la crisis
que afecta a un sistema político. Para poner ejemplos: la transición alemana
después de la Segunda Guerra Mundial terminó, en la práctica, con la caída del
muro de Berlín y los procesos de integración. De otro lado, la transición
italiana se prolonga hasta la crisis de la Democracia Cristiana y la sucesión
de Berlusconi. La transición española está apenas por concluir y arrancó, como
todos sabemos, en 1975.
En el Perú nunca se ha entendido
este concepto, y por eso cada una de nuestras crisis cíclicas ha impedido que
la democracia se consolide ante las autocracias. En esta oportunidad es necesaria
una reflexión muy madura sobre las características de la crisis global que
afecta a la sociedad peruana para impulsar este proceso de transición con otras
normas, y desde luego con otras ideas.
Repasemos
la historia republicana. ¿Qué procesos truncos de transición a la democracia
hemos tenido?
No hemos tenido ningún proceso
completamente exitoso de transición a la democracia. Si quisiéramos encontrar
algunos, yo señalaría como uno importante el que se inició en 1871 con la
victoria del Partido Civil, que instauró por primera vez en el Perú un partido
elegido o un gobierno elegido directamente por el pueblo y que derrotó al
militarismo que hasta entonces había monopolizado durante medio siglo el
ejercicio del poder. Ese proceso lamentablemente se interrumpió en 1879, con el
inicio de la Guerra del Pacífico.
Un segundo proceso de transición
que fue relativamente exitoso –y tal vez el más importante que ha vivido el
Perú– lo encabezó don Nicolás de Piérola, quien en marzo de 1895 liquidó el
militarismo nacido de la Guerra del Pacífico, sustituyó la autocracia que
encabezaba el mariscal Cáceres e instauró lo que se conoció hacia fines del
siglo XIX y principios del siglo pasado como las repúblicas aristocráticas. Esa
experiencia se extendió hasta 1908, cuando concluyó el gobierno de Pardo,
puesto que el gobierno de Leguía –su primer gobierno, entre 1908 y 1912–
significó el reinicio de un proceso de autocratización de la sociedad peruana.
En 1931 hubo la posibilidad de una transición hacia la democracia luego de la
liquidación del oncenio que fracasó a los tres meses.
En 1945, al cabo de una etapa de
violencia, de persecución política y de permanente confrontación ideológica
entre las tendencias fascistas y democráticas, se inició un proceso conducido
por José Luis Bustamante y Rivero; la ceguera, la inconciencia y la falta de
responsabilidad de los grupos políticos hicieron que en 1948 ese proceso
naufragara.
Un cuarto proceso –que en mi
opinión es el más importante– se inició en 1978 con la instauración de la
Asamblea Constituyente y en 1980 con la elección del presidente Belaunde. Esa
experiencia fue frustrada por el desencadenamiento del terrorismo, la crisis
internacional generada por la deuda externa que agobió en lo económico a todos
los pueblos subdesarrollados y concluyó lamentablemente con el golpe del 5 de
abril de 1992. Sin embargo, ese mismo proceso de transición permitió la
instauración en el Perú de lo que podríamos llamar el Estado constitucional de
derecho, el nacimiento de una nueva conciencia respecto del valor e importancia
de la Constitución, la revaloración parcial de la democracia como sistema de
vida. Al mismo tiempo, sufrió un ataque persistente, esta vez no sólo ya del
militarismo, sino de fuerzas y tendencias de la sociedad civil que se
articularon a través de las organizaciones de empresarios y de propietarios de
medios de comunicación y lograron constituir lo que podría denominarse un
sistema de poder corporativo, que los asociaba y que coordinadamente con el
poder político destruyeron el ensayo democrático iniciado en 1980.
El militarismo es una
estructura de larga duración que ha complotado persistentemente contra la
estabilidad democrática en el Perú...
No siempre. Pero su equivocada
forma de entender la política, el ejercicio del poder y el derecho del pueblo
del Perú a participar de la decisión de su destino, han contribuido a que el
militarismo frene nuestro proceso de desarrollo constitucional y democrático.
En el Perú, los diferentes militarismos
no han tenido ni las mismas características ni han perseguido los mismos
objetivos. Tuvimos un primer militarismo, que es el que podríamos llamar
mesiánico, que nace junto con la República, como consecuencia del debate entre
quienes creían que la solución de los problemas del Perú vendría por una
extensión pronta y eficaz de la libertad y de la participación popular, y
quienes, siguiendo incluso la inspiración de la experiencia chilena inicial en
la República del sur, creían que, por el contrario, lo que necesitaba el Perú
era la afirmación de la autoridad. Este militarismo rigió prácticamente hasta
1850 ó 1860, y culmina con el mariscal Castilla. Castilla, que tenía una enorme
lucidez política, da nacimiento a un segundo militarismo que podríamos
denominar pragmático. Un militarismo que entendió y comprendió que el Perú
necesitaba instituciones, requería de alguna forma de juego democrático a la
par que del ejercicio razonable de la autoridad. Y es esta etapa en la que se
produce la elección o celebración de la Constituyente o la Convención Nacional
de 1855, la revolución de 1854, la Constitución de 1856, la elección de
Castilla en 1858, luego de San Román en 1863, de Pezet, y posteriormente una
sucesión de presidentes desde Balta, Pardo y finalmente Mariano Ignacio Prado.
Es decir, una suerte de aparente continuidad constitucional y democrática en la
que se notaba la presión y presencia militar, pero también un cierto juego de
las instituciones democráticas y constitucionales.
En la Guerra del Pacífico se
generó un tercer militarismo que podríamos llamar autocrático. Se retornó al
viejo concepto según el cual los militares representaban una suerte de partido
o casta gobernante que monopolizó el poder entre 1886 y 1895. Esto se liquidó
con la gran montonera popular que encabezó don Nicolás de Piérola, que hizo el
primer esfuerzo de concertación nacional entre los partidos adversarios y
radicalmente opuestos: el Partido Civil y el Partido Demócrata.
Nace así un cuarto militarismo que
podríamos llamar burocrático, como consecuencia de la derrota en la guerra y de
la derrota que el pueblo infringe al Ejército.
En 1895 se inicia una etapa de
reforma y reestructuración militar con la misión francesa que comienza a darle
al Ejército visos de modernidad. Esta experiencia hizo que el Ejército se
mantuviera en sus cuarteles hasta 1914. En esa fecha, a raíz de algunas medidas
populistas –tal vez sencillamente radicales– adoptadas por Guillermo
Billinghurst, la oligarquía peruana representada por los hermanos Prado y los
hermanos Pardo llamaron –por así decirlo– a las puertas de los cuarteles y
provocaron la intervención militar con la complicidad del Congreso de la
República.
Se inicia así otro militarismo que
yo he denominado plutocrático, porque este militarismo se caracterizó por su
propósito deliberado de frenar todo intento de transformación estructural y de
participación o avance social en la vida política peruana, azuzando el temor o
la convicción de que esos avances implicaban algo así como las revoluciones
predicadas por el marxismo-leninismo y las que se producirían casi
simultáneamente en México. Fue, así, una fuerza de contención del proceso de
avanzada social. Este militarismo subsistió en el Perú hasta el año 1962. El
proceso electoral de ese año provocó la irrupción institucional de las Fuerzas
Armadas, que instituyeron un militarismo que denomino tecnoburocrático.
Recordemos que ya para entonces el Estado se había modernizado, las Fuerzas
Armadas también, y en consecuencia dentro del papel que se autoasignaban las
Fuerzas Armadas estaba el de dar coherencia y estabilidad al sistema
democrático y darle orientación y dirección más o menos estable a la vida
política del país.
En 1968 se instauró el régimen que
encabezó Velasco, que se caracterizó ya no sólo por la participación
tecnocrática del Ejército, sino por una tendencia política que llevó a la
socialización y estatización de la economía y a un afán casi totalitario de
absorción de la sociedad peruana. Este proceso, como todos sabemos, terminó en 1980.
Hacia fines del gobierno de Alan García, las Fuerzas Armadas continuaron –so
pretexto de su participación en la vida nacional– ideando métodos de
intervención en la vida política del país, y fue así que surgió el Plan Verde,
que nos revela el nacimiento de un nuevo militarismo que llamaría corporativo.
En este caso, el propósito de la Fuerza Armada no es ya el de liderar, tal como
había acontecido con Velasco, el proceso de transformación con acento
socialista, sino, por el contrario, liderar y encabezar o inspirar un proceso
de desarrollo de sentido liberal, inspirado en la experiencia de Pinochet,
asociando por un lado al Ejército, a los propietarios de los medios de
comunicación, a los grandes empresarios e incluso, en un determinado momento,
hasta a las empresas de investigación, de opinión y mercado...
Un
régimen de poderes fácticos...
Así es, pero con una concepción
política muy clara que se pudo advertir en todo el régimen de Fujimori, que era
lo que ellos llamaban la democracia dirigida o la democracia de baja
intensidad, que implica el falseamiento de las instituciones democráticas para
permanecer en el poder. Este es el régimen que hemos vivido y el que nos ha
llevado a la corrupción, a la destrucción de las instituciones con una hondura
y gravedad que hace ahora indispensable un proceso de transición que tiene que
ser muy prolongado porque hay que reconstruirlo todo.
¿De
dónde venimos y hacia dónde vamos? Estamos, como lo ha sostenido usted, ante un
nuevo ciclo en la edificación de una república democrática. ¿Es ese el desafío
de la actual transición?
Lo es, porque ahora no solamente
debemos enmendar los rumbos en medio de la crisis nacional, sino que tenemos
que hacerlo tomando en cuenta las transformaciones que se han producido en el
concepto mismo de democracia y de economía, incluso de desarrollo. Hoy día ya
no se trata de simple crecimiento económico, sino de desarrollo con equidad,
frente a la experiencia y la globalización. En lo político, la democracia –que
es siempre un conjunto de reglas fundamentalmente procesales– ha cambiado el
sentido y orientación de sus objetivos. Antes la democracia era por eso
democracia electoral; el mecanismo más eficaz para legitimar el ejercicio del
poder. Hoy la democracia, además de legitimar el ejercicio del poder, implica
una forma diferente de ejercicio del poder. El poder siempre fue concebido en
el mundo como la capacidad de imponer decisiones que la sociedad acata y
eventualmente acepta.
En la actualidad gobernar no es
mandar; gobernar es concertar, lograr la participación de los demás; y esto
porque la sociedad contemporánea ha puesto en valor fuerzas ya no solamente
políticas, sino a todas las fuerzas que tienen presencia en la vida social, eso
que algunos denominan la sociedad civil y que implica, por supuesto, todas las
instituciones, pero que quieren connotar que además de las fuerzas políticas
hay otras de carácter social, económico, cultural, de naturaleza regional,
racial, etcétera. Que tienen derecho a decir algo y a participar activamente en
la vida social.
En
el escenario público, que es el escenario de la política, existen otros actores
que no son exclusivamente los partidos políticos. La participación sería una de
las vigas maestras de esta nueva república democrática. Se trata entonces de una
participación activa y plural y no sólo de llevar a cabo elecciones cada cinco
años. ¿Pero qué debe cambiar en la sociedad y en el Estado para que esta
transición hacia una república democrática no aborte?
El primer cambio es el ideológico;
es decir, la gente debe estar convencida de que las palabras república y
democracia tienen un significado y que entrañan determinadas instituciones y
por lo tanto ciertas conductas. República significa, primero, la preeminencia
de un interés publico. En segundo lugar, república implica una estructura y
organización social y política; es, además, un régimen de derecho, el imperio
de las leyes. Por eso, aun cuando no digo que Estado de derecho y república
sean exactamente lo mismo, sí son conceptos correlativos.
La democracia, igualmente, ha
evolucionado de lo que alguien ha llamado la democracia gobernada, esto es, la
democracia enfeudada a los intereses o eventualmente a la capacidad de decisión
de aquellos que legítimamente son elegidos por el pueblo, a una democracia gobernante
que es aquella en la que quien tiene legitimidad para mandar y ordenar abre las
puertas del poder para que otros participen. Se trata de una democracia que no
es sólo de mayorías, sino de una democracia que reconoce el pluralismo
económico, social, político, cultural, y se abre a la participación de todos.
No se trata de una idea puramente teórica; es una democracia real, porque su
objetivo es crear genuinas ciudadanías. Esto resulta fundamental, porque
implica que la democracia, además que sus contenidos políticos, lleva en sí
misma el mandato de ser fructífera en lo económico y en lo social. La
participación tiene no sólo un sentido político para escuchar a quien tenga
algo que decir, sino que debe crear las condiciones que permitan a todos vivir
en libertad y con bienestar.
Hay quienes asocian este tipo
de democracia participativa –por lo tanto plural, que da espacio a todos los
grupos y que negocia intereses muy diversos– con el caos, con el desgobierno.
De hecho, hace muy pocos días hemos tenido aplausos en un certamen de
empresarios que, de alguna manera, añoró nostálgicamente las épocas de la mano
dura como con-dición fundamental para la estabilidad.
Lo que hay que recordar es que la
democracia es siempre expresión de tolerancia. La democracia no es el gobierno
de la mayoría: es el respeto de la minoría. Todos los fenómenos democráticos
que ha vivido el mundo han obedecido a la inspiración de grupos moderados; los
extremistas de derecha o de izquierda difieren seguramente en los objetivos que
persiguen, pero no en los métodos que utilizan, porque tanto la izquierda
extremista como la derecha extremista no tienen ningún inconveniente en
destruir por la vía de la fuerza cualquier régimen político para lograr sus
fines, cosa que la democracia o los demócratas nunca hacen. En cualquier
sociedad siempre habrá extremistas; lo importante es que el pueblo sepa con
exactitud quiénes son capaces de crear, conducir, mantener, gobernar una
democracia. Ahora, la participación de todos no conduce a la anarquía o al
desorden, porque en una sociedad moderna es participación institucionalizada.
No hay peligro de anarquía. Un régimen político no es nada más y nada menos que
un conjunto de personas trabajando con una misma inspiración y en búsqueda de
logros, de objetivos que son comunes, si no a todos, cuando menos a la gran
mayoría de los miembros de una sociedad.
Hay
factores que conspiran contra la posibilidad de construir esta república
democrática. ¿Cuáles serían, a su juicio, los elementos más peligrosos que
complotarían contra esta oportunidad que se nos abre a los peruanos y a las
peruanas?
El extremismo ideológico, en
primer lugar, sea de derecha o de izquierda, que siempre ha de conspirar contra
el éxito de cualquier intento de diálogo, de tolerancia y de respeto del
derecho que todos tienen de disentir y de expresar su punto de vista. En
segundo lugar, la impaciencia social que naturalmente responde a problemas muy
graves y agudos de carencias y de dificultades vitales que no pueden olvidarse
pero que a la larga, en su desesperación, pueden arrastrar consigo cualquier
buen intento de éxito en el cambio y transformación radical de la sociedad. En
tercer lugar, la indiferencia de la sociedad civil frente a los procesos
políticos y, por lo tanto, su falta de participación. La indiferencia ha sido
el motivo de que en los últimos años las democracias
–incluso las consolidadas– no cuenten con un respaldo sustantivo de opinión
pública y que no hayan logrado evolucionar tan rápidamente como habría sido
deseable. En cuarto lugar, una falsa idea de la política o de las ideologías.
Se dice y se predica mucho en los últimos tiempos que el mundo requiere una
nueva política. Lo que pasa es que el mundo ha cambiado y por lo tanto la
política debe cambiar en función de la dinámica social e histórica que se está
viviendo. Entonces también tienen que cambiar los actores políticos, entre
ellos los partidos.
Hay
un problema que también conspira contra esta transición: la corrosión profunda
de la confianza en los liderazgos políticos y en cualquier forma de
representación. El pueblo (aunque es una fórmula un poco general) no confía
porque las democracias –aunque de corta duración– no les han dado resultados en
sus vidas concretas.
Eso no es verdad, porque...
¿Por
qué no es verdad?
La experiencia del mundo libre lo
demuestra. Ahí donde hay elecciones libres y limpias, ese fenómeno por lo
general no ocurre. El caso concreto del Perú lo revela, aun cuando uno pudiera
no estar de acuerdo con los resultados. En este proceso electoral los
aventureros de la política han sido descartados y en cambio han retornado al
primer nivel de protagonismo político las instituciones que decían estaban
obsoletas como el Partido Aprista, que ha logrado una votación muy importante;
el Partido Popular Cristiano representado por Lourdes Flores y con la bandera
de la Unidad Nacional; nosotros mismos en Acción Popular, que obtuvimos 300 000
votos más que en la elección anterior.
Insisto:
creo que la desconfianza –que es una de las características actuales de la
sociedad peruana– conspira contra la posibilidad de la gobernabilidad.
Sí, por cierto, pero esa
desconfianza no tiene un solo destinatario. Es la desconfianza general, y creo
que responde a ese fenómeno que he mencionado, el de la indiferencia de la sociedad
frente a los procesos políticos. Ello es consecuencia exclusiva de la falta de
apertura y de la inexistencia de una democracia que en el Gobierno de
Transición hemos denominado democracia gobernante. Desconfianza por la
inexistencia de una democracia activamente comprometida con el propósito de
buscar el consenso, la participación de todos en la búsqueda y en la ejecución
de los grandes programas que pueden resolver los problemas del país.
En
un país con una desigualdad tan grande como la que existe entre los que más
tienen y los que menos tienen, en el que la brecha social y regional crece, en
el que 54% de la población vive en pobreza, ¿es posible que funcione un sistema
democrático estable?
Una democracia gobernante es una
democracia inclusiva que, consiguientemente, crea mecanismos para la
participación. La democracia gobernante tiene un objetivo: contar con
ciudadanos y no sólo con electores. La ciudadanía, ahora, ya no es sólo el
título electoral; la ciudadanía es el título para exigir y para reclamar
condiciones dignas de vida económica, social y cultural. La democracia moderna
es una democracia que tiene que ser eficaz; y así como el mundo de hoy exige
–por la revolución científica y tecnológica– competitividad, del mismo modo un
régimen político tiene que ser competitivo, esto es, eficaz en sus
realizaciones. La democracia es un mecanismo de gobierno para lograr el
bienestar en libertad.
Amartya
Sen, Premio Nobel de Economía, sostiene que el desarrollo es la expansión de
las capacidades y de los derechos de las personas. Las libertades, la
participación y las garantías individuales son fundamentales para el desarrollo
y el bienestar. Totalmente contrario a aquel pensamiento que planteaba que sólo
en tanto se adquiriera un determinado nivel de bienestar material era posible
dar el salto hacia el disfrute pleno de las libertades.
Lo que la gente olvida es que la
revolución moderna nació de una concepción diferente, primero, de la persona
humana, y, segundo, del derecho. En el mundo de hoy, esa concepción parte de la
idea del derecho natural según el cual todos los hombres nacen libres, y tienen
por lo tanto iguales derechos. La equidad, por consiguiente, se convierte así
en la línea definitoria de lo que es la modernidad. Esta concepción plantea que
en el mundo moderno el crecimiento no debe ser un crecimiento puramente
económico, independientemente de quién sea el beneficiario, sino que ha de ser
un crecimiento libre. Ahí están los defensores de la economía de mercado que
exigen libertad pero que olvidan el otro término de inspiración moderna que es
la equidad.
Aquí
hay una sacralización del mercado, una ideologización del mercado, en el
sentido de que se nos dice que el mercado es el que va a asignar de manera justa
los recursos y que, finalmente, algún día el bienestar llegará a las personas y
a las familias. ¿Cuál es la adecuada relación entre Estado y mercado? A algunos
la intervención del Estado les suena a herejía.
Es simplemente un problema de
cultura y de información, porque si esas mismas personas vivieran en los
Estados Unidos seguramente serían consideradas como una suerte de bichos raros,
porque en los Estados Unidos
–que sin ninguna duda tiene una economía libre–, el Estado interviene, por
ejemplo, poniendo aranceles, controlando la importación de productos que
compiten con los productos norteamericanos para proteger a estos últimos. El
Estado americano tiene un sistema de protección contra la desocupación y el
desempleo y un sistema de subsidios. Yo creo que el fundamentalismo en el Perú
tiene éxito por la ignorancia generalizada de lo que acontece fuera de nuestras
fronteras. Que se mire por ejemplo la realidad de Francia o de Inglaterra y a
ver si ahí es el mercado ideal que ellos predican y que el Estado sólo tiene
que ponerse a pasear por las calles bajo el símbolo de un buen gendarme, con su
vara puesta a la espalda y silbando indiferente ante el dolor, la tragedia y la
miseria de la gente.
Aterrizando
en el Perú de hoy, ¿cuál debería ser el papel del Estado respecto del mercado?
Creo que simplemente tiene que ser el mismo que el
Estado cumplió en los países donde las transiciones han sido exitosas, lo que
hizo que la transición alemana fuera exitosa: la inversión social. Entre 1948 y
casi 1970 Alemania invertía algo más del 40% ó 50% de su presupuesto en materia
social y en creación de infraestructura para el desarrollo, y era una
intervención directa e inmediata para favorecer precisamente el crecimiento
social. En el caso español estas cifras no son significativamente menores.
Chile –que lo tenemos más a la vista–, a la vuelta de 30 años ha pasado a ser
un país prácticamente del primer mundo con algo más de 10 000 dólares de
ingreso per cápita, al punto que es la expresión más característica y propia de
la modernidad. No puede haber mercado si no hay personas en capacidad de
adquirir y competir en la vida social. Para ello se necesita educación, se
necesita salud, se necesita bienestar. En nuestro país debería acabar esa
discusión ociosa y abrirse paso una concepción razonable y seria que reconozca,
en primer lugar, que la democracia es compatible con una economía de mercado.
No hay democracia donde no hay economía de mercado; este es un dato de la
realidad. Pero tampoco hay crecimiento –y mucho menos desarrollo– si no hay una
intervención razonable del Estado que, respetando la iniciativa del
inversionista nacional o extranjero, cuida apropiadamente de los derechos de la
persona humana y asegura un mínimo de bienestar sin el cual no es posible que
el mercado funcione.
No maldigamos la oscuridad,
prendamos una vela
La decisión de ir a dialogar, de
buscar la concertación y de comenzar a diseñar las bases de ese consenso y si
es posible, incluso, definirlo en propuestas al país con un horizonte que
podría fijarse el año 2021, el segundo centenario de la independencia: el
compromiso de mantener nuestra democracia sólida, firme y estable hasta el año
2021. Lo importante es la acción inmediata en este tema. No sigamos discutiendo
sobre la necesidad o no del consenso, ni sobre las dificultades que tenemos que
enfrentar; enfrentémoslas, superémoslas, comencemos por lo tanto a hacer algo.
No maldigamos la oscuridad, prendamos una vela...