El placer por el autoritarismo y el displacer por la democracia...

Este fue otro de los paneles del seminario internacional "Al Fin de la Batalla". Obviamente se dijo muchísimo más de lo que reproducimos aquí, pero hemos querido presentar uno de los hilos en común, que ideele resume en los siguientes términos: ¿por qué en países como el Perú el autoritarismo fluye como río caudaloso que baja de la sierra, mientras que la democracia es tan cuesta arriba como escalar el Huascarán? Willy Nugent, Hugo Neira y Luis Herrera identifican algunos rasgos individuales y sociales sedimentados laboriosamente a lo largo de nuestra historia.

Nuestras democracias:

Tutelaje del incapacitado

Guillermo Nugent 

 

Cuando se habla de democracia en Latinoamérica, surge la figura del tutelaje, que en mi opinión ha sido el núcleo duro de nuestra cultura política.

En los diccionarios jurídicos se señala que la tutela surge cuando una persona está incapacitada de administrar sus intereses y requiere un representante, que es el tutor. En América Latina, la representación no ha tenido un carácter ciudadano –es decir, la representación de un ciudadano por otro ciudadano– sino que ha seguido el modelo tutelar, esto es, la representación del incapacitado.

Tanto en el Perú como en muchos otros países latinoamericanos aparece de manera reiterada la idea de que necesitamos una mano dura, lo que equivale a autodescribirnos como menores de edad. Un detalle interesante es que mientras en las referencias al tutelaje aparecen descripciones minuciosas sobre las condiciones que determinan que una persona lo requiera –si debe estar loca, tener alguna enfermedad física, ser menor de edad, ser mujer–, llaman la atención las pocas características que debe reunir el tutor: se dice simplemente que tiene la obligación de dar cuenta del ejercicio de la tutela. Esto demuestra que, en el tutelaje, el punto central no es quién tiene más méritos para ser tutor sino quién reúne más incapacidades.

Considero que en esta idea se ha basado buena parte de la cultura pública de América Latina: el énfasis del juego político no se ha puesto en determinar quiénes eran los mejores dirigentes sino en la condición de incapacidad de la mayoría. Entonces, ante cualquier crisis política, aparecen discursos del tipo: "Bueno, es que estamos incapacitados para vivir en democracia". Justamente en eso consiste el juego del tutelaje, en buscar un tutor.

En América Latina, las instituciones tutoras, aquellas a las que se imagina como el soporte del orden social, han sido básicamente las Fuerzas Armadas y las jerarquías eclesiásticas católicas, más que las elites propiamente dichas. Esto ha tenido grandes consecuencias sobre la libertad de pensamiento, de opinión, y aquí paso al tema del conflicto de conciencia.

Una característica que he podido apreciar en diversas universidades en las que me ha tocado enseñar cursos de ciencias sociales –en los que es tan importante el intercambio de ideas– es la tremenda dificultad que tienen los estudiantes para expresar sus opiniones; ellos asumen que no necesitan tenerlas porque para eso está el profesor que les va a indicar qué es correcto e incorrecto. Este gran silencio me llevó a pensar que, para que una representación tutelar funcione, el ciudadano tiene que hacer el papel de incapacitado, pues de lo contrario la representación pierde su razón de ser.

Todos somos testigos de la saña con la que se sancionan opiniones individuales que de tanto en tanto expresa un militar en retiro, un juez.

No tenemos suficiente espacio para elaborar los conflictos de conciencia. La única manera de esclarecer las ideas es a través del debate público, que requiere una condición que puede parecer trivial: la lectura en bibliotecas públicas, que son los lugares que menos existen en el Perú, donde lamentablemente tenemos una terrible tradición de destrucción de imprentas.

La biblioteca pública aparece como un espacio para que, quienes estén interesados, se informen e intercambien opiniones. Leer y debatir es, además, el único camino para hacer respetar la ley, que no es una categoría moral sino, en primer lugar, un papel escrito. ¿Qué respeto por la ley puede haber en una sociedad en la que no se respeta el papel escrito?

Un genuino conflicto de conciencia, que nos saque del tutelaje y nos lleve a la representación ciudadana, requiere un contexto en el que se haya consolidado la legitimidad de la letra escrita. De lo contrario, todo entra por los ojos, es decir por lo que se observa a primera vista, y lo que hemos visto hasta ahora han sido uniformes y sotanas.

Para terminar quiero señalar un tema importante en el mundo, que sería bueno incorporar en la discusión: el del fundamentalismo religioso, que toca directamente a la libertad de conciencia.

El instrumento moral en mi opinión más poderoso y más efectivamente democratizador que tenemos en la actualidad es la Declaración de los Derechos Humanos, que es un documento impecablemente laico. La protección de la individualidad de la conciencia es un concepto laico. Cabe recordar esto frente a los embates del fundamentalismo tanto en su vertiente islámica como católica, considerando la fuerte presencia tutelar que tiene esta iglesia en Latinoamérica.

Creo que en estos momentos hay que reivindicar lo que yo llamaría una lealtad a la especie humana, por encima de cualquier otra consideración.

Guillermo Nugent es historiador.

 

Políticamente adulto es no tener otro instrumento que la modesta barca de la razón

Hugo Neira

 

Don José Ortega decía que la claridad es la cortesía del filósofo. No soy filósofo pero quiero ser cortés al exponer desde el comienzo que es esencial librarnos de la seducción mágica de la palabra y apelar a la razón.

De las infinitas variables sobre la democracia, les voy a proponer una: que la democracia es el régimen cuyas instituciones protegen y sirven a los ciudadanos, y no al revés. Esto implica, evidentemente, que haya ciudadanos y no los pupilos menores de edad a los que se ha referido Guillermo Nugent. Sinesio López habla de ciudadanos de segunda zona, Eduardo Dargent se refiere a súbditos.

Voy a tratar el tema en tres tiempos: los dos primeros se referirán a la democracia a secas, remontándonos a sus orígenes, y el tercero a la experiencia peruana.

Para la primera parte propongo esta hipótesis: la democracia ateniense tiene un origen guerrero. ¿Cómo fue posible el milagro griego, cómo nació la democracia plebiscitaria en un lugar rodeado por imperios despóticos? El principio de la democracia, de la deliberación, nació de la guerra. Lo siento por los neoliberales, que piensan que todo lo hace el mercado, pero en este caso la democracia la hizo la guerra.

Cinco siglos antes de que surgiera la democracia ateniense, el grupo de soldados armados se reunía en círculo. Esta fue la primera asamblea democrática. Cada uno de los guerreros avanzaba al centro y brevemente daba su opinión sobre el siguiente combate. Después de hablar, retrocedía y, sobre la base de la votación, el grupo decidía. Hay un elemento esencial: ninguno de los soldados ocupaba permanentemente el centro, que debía estar vacío. Esta igualdad entre todos es el principio fundamental de la democracia.

El círculo de soldados se convierte después en uno de comerciantes, y luego en uno de ciudadanos, que repiten esto en el ágora. Vemos así que la democracia comenzó con la necesidad de pensar todos juntos en el tema de la guerra, de la estrategia, de la supervivencia, y en distribuirse funciones y evitar, por lo tanto, un poder permanente.

Esa sociedad de guerreros libres y retóricos fundó la democracia, que los griegos practicaron después en ciudades pequeñas, en las cuales era posible la participación de todos; el poder no estaba en manos de una elite política sino de todo el pueblo. Tal es la prevención griega: que nadie se quede permanentemente en el centro, con el uso de la palabra, con el poder. El ciudadano demasiado ilustre, convincente y hermoso no era elegido, y hasta a veces era expulsado porque consideraban que la seducción del carismático era un peligro público del que había que protegerse.

Después de Grecia, el ciudadano desaparece por 1500 años y, según mi hipótesis, es reinventado por la revolución americana de 1773 y por la revolución francesa de 1789. Decapitando al rey, los franceses resuelven brutalmente el tema del centro del poder vacío. Quieren actuar como los atenienses pero se dan cuenta de que ya no es posible un gobierno de todos sobre todos porque la Francia del siglo XVIII no es una ciudad pequeña sino una sociedad de masas en la cual no se puede consultar a todos permanentemente.

Entonces, el problema planteado por los republicanos jacobinos es cómo gobernar en una sociedad de masas. No se puede llamar a todos a gobernar, se tienen que elegir representantes, que son mediadores entre los ciudadanos y la ley. Los ciudadanos representan la soberanía, el principio de donde surgen las leyes, pero no pueden ser consultados en todo momento, por lo cual deben delegar su poder.

Pero para que haya ciudadanos, es necesario que haya individuos, esto es, personas que se autogobiernen, que tomen decisiones. Antes de la revolución, Francia era ya suficientemente moderna; pese a las tradiciones, los individuos podían tomar decisiones: una mujer podía casarse con quien quisiera, un hombre podía cambiar de oficio. El ciudadano no es más que una forma superior del individuo; no hay modernidad política sin individuos.

El esquema de representación crea por cierto un problema casi irresoluble, que es el de la mediación. Los mediadores pueden abusar de la representación que les ha sido otorgada. Esta fue la crítica de Marx, quien consideraba que la ciudadanía es una ilusión porque los hombres están alienados no sólo por sus derechos civiles sino por su realidad económica; Durkheim decía que la división del trabajo impide que las personas se ocupen todos de los temas políticos y que la profesionalización de la política es inevitable y a la vez constituye uno de los peligros de todas las sociedades modernas.

Volviendo al caso peruano, voy a señalar algunos puntos duros porque el papel del intelectual es decir lo que considera que es verdad, aunque sea desagradable. Nosotros nacemos de una independencia en la cual la elite sabe que el contrato social de Rousseau no se va a cumplir, y tampoco le interesa cumplirlo. Duele decirlo, pero nuestras elites poscoloniales no sólo no respetaron la ley española sino que nunca respetaron ninguna ley y continúan infringiéndola hasta el día de hoy. Ese es uno de los orígenes de la corrupción, que las leyes se acatan pero no se cumplen. ¿Cómo imponerles a los privilegiados y dominantes el respeto por la norma escrita en un país donde cuentan tanto las relaciones cara a cara?

Además, la elite sabía perfectamente que en esta sociedad no había ciudadanos, y a los pocos que había era fácil acosarlos. Los intelectuales siempre fueron perseguidos; tenemos los casos de Ricardo Palma, González Prada, Haya de la Torre, etcétera.

Una sociedad profundamente tradicional o pobre deja poco espacio para la producción de individuos. ¿A quién nos referimos cuando hablamos de individuo? A una muchacha que tiene ingresos suficientes como para irse a vivir sola en un departamento, cosa que no es posible para la mayoría de muchachas y que además no nos gusta. Aquello que tanto queremos, la tradición de nuestra comunidad, nos impide el pasaje al individuo responsable y entonces aparecen las diversas formas de tutoría.

No todos nuestros problemas políticos y nuestra incapacidad de entrar a la modernidad provienen de la clase política o de la pobreza; también provienen de que somos una sociedad profundamente tradicional donde no se han producido las rupturas necesarias. La presión sobre el individuo no sólo se produce desde el Estado sino también desde la tradición.

¿Cómo hemos llegado entonces a este comienzo de siglo en una situación democrática? Sé que aquí se ha luchado por la democracia; estuve entre los que nunca creyeron en Sendero Luminoso ni en Fujimori, pero creo que en América Latina hemos llegado a la democracia simplemente porque no nos dejan ser otra cosa.

No hay manera de hacer una revolución. La única gran revolución popular fue la de 1910 en México, pues hasta la de Cuba estuvo encabezada por intelectuales. Hoy día, naturalmente, la idea de un cambio radical y brutal es imposible, pero tampoco nos dejan tener dictadores, gobiernos compulsivos capitalistas que produzcan la transición hacia el bienestar reteniendo el poder político. Eso se lo permiten a China pero no a nosotros. El imperio ha cambiado. Antes no nos dejó hacer revoluciones, ahora no nos deja tener un Pinochet porque dar golpes de Estado está muy mal visto. Así como antes Washington decidió apoyar a Somoza, ahora ha decidido que Latinoamérica tiene que ser democrática, porque así se homologan estas sociedades.

Sea como fuere, todos somos demócratas, pero tengo la impresión de que es una democracia sin demócratas. Ser demócrata implica unas actitudes, unas capacidades de tolerancia, de permisibilidad, unos comportamientos para los que nuestra cultura y nuestra experiencia no nos han preparado. En eso consiste nuestro conflicto de conciencia.

Por ejemplo, si uno se muestra moderado o prudente, pasa a ser visto como cobarde. El reconocimiento del valor del otro al mismo tiempo que el de uno mismo no está entre nuestras costumbres. La política peruana está marcada por la idea del complot, pero hacer política en democracia significa aceptar que el otro es un rival, no un enemigo. El concepto de enemigo es propio de un contexto de guerra. 

Hemos insistido en la responsabilidad del Estado, de la sociedad, y quiero referirme ahora a un tema que no nos gusta mucho: el de las culpabilidades colectivas. Lo sucedido con Fujimori y Montesinos me recuerda a la Alemania nazi. Hitler fue muy popular, todos estaban encantados con él. Los últimos años, nosotros también tuvimos un tirano encantador. Esa proclividad a buscar un salvador está muy relacionada con nuestra cultura católica, con el Señor de los Milagros. Si juntamos esa proclividad con la que tienen las clases altas hacia la corrupción, podemos volver a tener otro  dictador sonriente.

No existe una vacuna contra la seducción del autoritarismo. Cuando uno renuncia a pensar por sí mismo, se siente muy bien, tiene la clave del mundo; todo está resuelto, se sabe exactamente qué es lo bueno y qué lo malo, quiénes son los amigos y quiénes los enemigos. Ser adulto constituye un trabajo en el que no tenemos otro instrumento que la modesta barca de la razón.

Hugo Neira es historiador.

 

Democracia como conciencia colectiva
de su construcción

Luis Herrera 

 

Empezaré por referirme a ese vínculo que Guillermo Nugent llama tutelar y que yo llamaré relación de dominación, autoritarismo. Es decir, empezaré hablando de lo más desagradable, pero tengo una razón para hacerlo. Me suscribo plenamente en la perspectiva que plantea recuperar nuestra historia aunque nos duela, para poder, de alguna manera, aprender de ella.

Hannah Arendt solía hablar del mito de Teseo, quien se lanzó al laberinto de Creta con la ayuda de un ovillo; lamentablemente, el hilo se rompió y Teseo quedó perdido. Arendt decía que, al igual que Teseo, cuando las sociedades rompen el vínculo con su historia se pierden en la bruma, se pierden a sí mismas. La única manera de imaginar siquiera una sociedad democrática es retomar algunos aspectos de nuestra historia caracterizados, precisamente, por la ausencia de la democracia, para  evitar que la situación se repita.

Alberto Flores Galindo señalaba que en la sociedad colonial peruana no existían ciudadanos sino personas separadas por la cantidad de ingresos, el color de la piel, la existencia o ausencia de títulos nobiliarios, el lugar de residencia. En esa sociedad escindida, fragmentada, poco solidaria, interesaba poco el otro. Esta situación se mantuvo durante toda la República y así llegó hasta nuestros días. Los calificativos que acabo de emplear –fragmentado, escindido, poco solidario– pueden aplicarse también a la sociedad actual y no sólo a la colonial.

Las relaciones autoritarias se extienden de alguna manera desde el gobierno hacia todo el tejido social. En nuestra historia, el consenso parece importar muy poco. Hasta los partidos políticos presentan ese sesgo autoritarista pues están basados en la presencia de líderes carismáticos, de caudillos, etcétera. A pesar de que su objetivo es precisamente liberarnos de la tradición autoritaria, en su interior esta se repite.

La tradición autoritaria, el tutelaje, probablemente explican la presencia de personajes salvadores. Nuestra historia es generosa en caudillos y muy parca en líderes democráticos. Es posible también que el autoritarismo incida en las violaciones de derechos humanos y en la violencia creciente que se extiende en todo el tejido social. Por otra parte, el tutelaje también se presenta en el acceso a la información, a los canales de expresión.

Ferreyra señala que en las sociedades latinoamericanas surgen mitos familiares en los cuales lo más importante es el ejercicio de la autoridad interna. Así, a la violencia proveniente de fuera se le suma la ejercida en la familia; el padre suele ser mucho más autoritario que antes, el maltrato al niño es mucho más marcado ahora que antes. Ser mujer también es un problema, así como ser joven.

Las experiencias de vida son fundamentales para constituir una identidad. A esto habría que agregar la memoria histórica. La pregunta es entonces qué identidad hemos ido construyendo a lo largo de nuestra historia. Para utilizar términos psicológicos, ¿qué representación tenemos de nosotros no únicamente como individuos sino también como ciudadanos? ¿Es posible imaginar la democracia más allá de las votaciones que periódicamente se realizan o no se realizan?, ¿alguien se imagina a la democracia como el conjunto de instituciones sociales o como un régimen político?

Un autor de importancia para el pensamiento psicoanalítico contemporáneo, Castoriadis, subrayaba la idea de que la democracia es la conciencia que la colectividad tiene de haber construido la democracia; es decir, la democracia vendría a ser un régimen que se instituye con conocimiento de causa. La idea del poder del pueblo solamente es posible si este se reconoce como el autor de las leyes.

Nuestra historia nos ha mostrado que el poder del pueblo ha servido de pantalla para el poder del dinero, del Estado, de los caudillos, de los medios de comunicación, etcétera.

Lo peor que puede suceder es que el pueblo sienta que tiene que asumir la democracia con resignación. Creo que un cáncer que existe en Latinoamérica es la resignación. Fernando Ulloa, autor argentino, habla de la cultura de la mortificación: no solamente no nos reconocemos en lo que hacemos sino que además nos resignamos a aceptar pasivamente, sin ninguna crítica, lo que nos viene de fuera.

A esto habría que agregar una serie de elementos importantes como la mentira, que a lo largo de nuestra historia ha sido utilizada recurrentemente –y no sólo en tiempos de elecciones– como un instrumento político. La mentira no se da sin que haya una complicidad tácita del pueblo que cree en esta; es decir, nadie miente si no hay alguien que crea en su mentira.

En este punto, otra vez tenemos que preguntarnos qué pasa con nosotros y con nuestras posibilidades críticas. Creo que el autoritarismo destruye lo fundamental del pensamiento humano: la capacidad crítica, que supone una incorporación de los elementos del pasado en el presente, para poder analizarlo. Nugent mencionó el ataque a los libros en regímenes muy autoritarios. La idea es que nadie debe ejercitar su pensamiento crítico, que este es peligroso.

Cuando el poder impone sobre los demás sus condiciones, surge la alternativa de identificarse con él; pareciera que no hacerlo equivaldría a diluirse en la nada, a dejar de ser. En la relación autoritaria, el dominado se entrega al dominante, rinde su yo, pierde su capacidad de autonomía. A partir de ese momento, vive en función del otro. Esto tiene sus ventajas porque el dominante lo protege y así él ya no tiene que arriesgar nada, no tiene que asumir ninguna responsabilidad. Pero sucede que la frustración y la hostilidad que toda relación de dominio genera, la agresividad que debería orientarse hacia al dominante, se dirige hacia nuestros propios hermanos. Entonces entramos en una dinámica de persecuciones internas, de odios y ambivalencias respecto de nosotros mismos.

Con Sendero Luminoso padecimos una situación sarcástica. Ese movimiento, que se presentaba como revolucionario, fue uno de los más fundamentalistas de nuestra historia; estaba conformado por un conjunto de personas que, dispuestas a matar y a morir, seguían a un líder omnipotente. El supuesto intento de rebelión era en el fondo un movimiento que sostenía con intensidad aquello que pretendía derrocar.

En el otro lado de la trinchera estaba el terror de un Estado tan autoritario como Sendero, que pedía la muerte de los que mataban, sin reparar en la contradicción en la que entraba. Estoy seguro de que esa violencia pavorosa en la que vivimos ha dejado señales en nuestra mentalidad, en nuestro funcionamiento psíquico cotidiano y en la representación que tenemos acerca del país.

Winicott decía que la democracia es una sociedad madura, compuesta por un porcentaje respetable de individuos maduros. Decía también que esa actitud democrática empieza en el hogar, punto en el que volvemos a la idea del mito familiar a la que me referí. Desde el hogar es posible gestar la posibilidad de ser reconocido, de reconocer al otro y de establecer un intercambio sobre la base de ese reconocimiento.

En un trabajo referente a la gestación de la justicia, Fernando Ulloa señalaba la importancia de tres condiciones: techo, abrigo y afecto. Cuando estos requisitos están presentes, yo puedo valorar y ser valorado, recibir por lo que soy y darle al otro por lo que es. De lo contrario, en lugar de intercambio hay apoderamiento. Por ejemplo los niños de la calle, que se apoderan de los recursos ajenos, son niños que han tenido que salir de su casa por el maltrato que recibían en esta. El apoderamiento es una de las principales trabas para poder imaginar una sociedad que viva en democracia.

Como señala Hugo Neira, debemos preguntarnos qué parte nuestra engancha con el autoritarismo. Desde la perspectiva psicoanalítica, se puede decir que, aunque nos moleste aceptarlo, todos tenemos en nosotros mismos el germen del dictador, el germen del corrupto psicopático, el germen de Sendero Luminoso. Esto explica por qué, cuando esas figuras surgen en escenarios sociales que favorecen esas identificaciones, somos presa fácil de su seducción.

¿Qué es la democracia? Considero que es una forma de vivir en sociedad y no solamente un tipo de gobierno. Los seres humanos nos movemos siempre con utopías. Sabemos que no existe lo perfecto, suponemos que siempre existirán dictadores y personas que luchen contra ellos, y siempre seguiremos tratando de alcanzar una situación lo más cercana posible a la ideal.

Luis Herrera es psicoanalista.