El Ojo Verde
Cosmovisiones amazónicas
El Ojo Verde,
cosmovisiones amazónicas, es el título de una extraordinaria publicación que
ha sido posible gracias al esfuerzo conjunto de AIDESEP, el Programa de
Formación de Maestros Bilingües y Telefónica del Perú, que se encargó de la
producción. Este libro nos muestra, a través de dibujos, fotos y textos, la
cosmovisión de los pueblos indígenas de la Amazonia peruana. La concepción,
edición y dirección gráfica es creatividad de Gredna Landolt. Su difusión se
está realizando a través de una exposición itinerante por diferentes partes del
país, actualmente en Iquitos. Lúcida manera de contribuir a (re)conocernos los
unos a los otros, a partir de lo mejor de nosotros mismos. Reproducimos algunas
fotos y dibujos del libro, además de un texto que preparó el antropólogo
Alberto Chirif a modo de presentación.
¿Minorías étnicas o pueblos indígenas?
Alberto Chirif
En el Perú, como en muchos
otros países, existe la tendencia equivocada de calificar como minorías étnicas a los pueblos
indígenas que habitan dentro de sus fronteras, aludiendo así a algo que con
frecuencia es una verdad irrefutable: su escaso volumen demográfico. Dentro del
mismo concepto se suele también comprender a grupos de inmigrantes procedentes
de un mismo país, cuando en realidad lo que se hace en estas oportunidades es
aludir a su nacionalidad sin tener en cuenta ningún tipo de consideración de
carácter propiamente étnico (por ejemplo, si son manchúes, tibetanos o mongoles
en el caso de los que proceden de China).
Las organizaciones de los pueblos indígenas del Perú y el
mundo rechazan hoy el calificativo de minorías étnicas por lo injusto que
resulta caracterizar a estos pueblos a partir de condiciones (como su caída
demográfica) que han sido originadas por la opresión colonial. Antiguamente
fueron pueblos soberanos, con distintos tipos de desarrollo y modelos
organizativos, y además fueron mucho más numerosos que hoy, como lo señalan
diversos autores.
Incluso desde una óptica puramente cuantitativa, la
denominación es también desacertada. Nos preguntamos cuál es el límite para que
un pueblo sea calificado como minoría. ¿O es que no hay ninguno y que el solo
hecho de tratarse de indígenas es suficiente para que sea llamado así? De ser
así (como en verdad lo creemos), el carácter discriminatorio y racista del
concepto se haría evidente. Pero volviendo a las consideraciones cuantitativas,
cabe hacernos la pregunta: ¿son los aimara, con una población que bordea los
dos millones de personas, que habitan en Argentina, Bolivia, Chile y el Perú,
una minoría étnica? ¿Cuáles son las minorías étnicas de un país como Guatemala,
donde más del 80% de la población es indígena y, del resto, una parte
importante es mestiza? ¿Constituyen minorías étnicas las más de 100 000
personas de la gran familia jíbaro que habitan Ecuador y el Perú o los
asháninkas, con una población similar?
Pero el concepto de minoría étnica induce a otros errores.
Por ejemplo, separación, aislamiento, reclusión de la gente en pequeños
espacios geográficos, sin horizontes ni comunicación con gente de otras
latitudes. Nada más falso. Diversos estudiosos han incursionado en el campo de
las extensas redes de comercio e intercambio que articularon el mundo indígena,
como dice Stefano Varese en La sal de
los cerros, para intercambiar no sólo productos, sino también ideas,
conocimientos y tecnologías; es decir, cultura. Los descubrimientos de
materiales líticos en la selva baja o de maderas, plumas de aves exóticas y
representaciones de animales amazónicos en los asentamientos de pueblos
indígenas de los desiertos costeños del Perú, dan cuenta de este flujo de
personas y del intercambio de bienes materiales e inmateriales procedentes de
regiones distintas. En la selva central del Perú, los asháninkas han mantenido
esta dinámica hasta hace poco, cuando una nueva agresión, esta vez la desatada
por la subversión, los obligó a frenar esta práctica y a recluirse en el monte
para escapar de la violencia.
Las organizaciones indígenas consideran que el término es
equívoco, injusto y despectivo, y han conseguido incorporar el concepto de
pueblos en el Convenio Nº 169 de la OIT, aun cuando este ha sido limitado en
sus alcances en la versión aprobada en 1989, tal como se indica en el inciso 3
del artículo 1:
"La utilización del término 'pueblos' en este Convenio
no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que
atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional".
Otro tema que es importante mencionar es el derecho a la
autodefinición hoy contemplada en el derecho internacional. Esto quiere decir
que la definición sobre la calidad de miembro de una comunidad, la identidad y
el status pertenecen a los propios
pueblos indígenas. Por tanto, el Estado no debe interferir en esto. Este asunto
es discutido por el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas y ya ha sido
incorporado por el Convenio Nº 169 de la OIT, que específicamente señala:
"La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá
considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se
aplican las disposiciones del presente Convenio" (artículo 1, inciso 2).
¿Indígenas o nativos?
Conviene también hacer una breve reflexión sobre el término
"indígena". En el Perú, la palabra fue borrada del vocabulario
oficial en 1969, a raíz de que el gobierno de la época considerara que esta
tenía una connotación peyorativa. De hecho, ello era cierto, pero no tenía nada
que ver con el término en sí sino con el uso que se le había dado. El término
indio fue consecuencia del error geográfico de Cristóbal Colón, quien esperaba
llegar a la India. En cambio, llegó a tierras desconocidas, no contempladas en
la geografía de la época, a las cuales llamó Indias Occidentales. El término
"indígena", por su parte, alude al carácter autóctono del morador de
un país, a su condición de natural o nativo de este, y no tiene nada que ver
con sus características raciales, como luego se establecería en el lenguaje
común.
Fue a raíz del uso peyorativo dado a la palabra
"indígena" que esta fue cambiada, en la década de 1970, por los
términos nativo y comunidad nativa para denominar a los
pobladores originarios de la Amazonia, y campesino
y comunidad campesina para
llamar a los andinos y costeños, quienes, en ese entonces, los aceptaron con
alivio y hasta con agradecimiento, por la pesada carga racista que implicaba el
uso de "indígenas".
No obstante, con el transcurso del tiempo, conforme se
fueron asentando las nacientes organizaciones de base y ampliando su horizonte
mediante el contacto con movimientos similares que tenían lugar en otras partes
del mundo, la palabra indígena ha sido recuperada por los gestores de dichas
organizaciones y hoy cumple la función de amalgamar realidades particulares de
países diversos para luchar por derechos comunes, como la defensa del
territorio, la autodeterminación, la lengua y la educación bilingüe, entre
otros.
La identidad como
problema
Con frecuencia se piensa que hablar de indígenas es hablar
del pasado, de lo que fue y ya no es, porque ¿cómo pueden ser indígenas
personas que visten como el común, a veces, incluso, con polos que llevan
inscripciones en inglés, usan computadoras y viajan por todo el mundo? Lo
extraño es que quienes así piensan no se plantean la misma duda respecto de los
peruanos del siglo XIX y los actuales. ¿Qué tiene que ver la apariencia,
pensamiento y problemas de la gente de entonces con la de ahora? ¿Qué tiene que
ver su estilo de vida con el actual? Seguramente tanto como el de los indígenas
de aquella y de esta época.
Pero esta manera de pensar la realidad tiene sus propias
razones. Encasillar realidades en el pasado y negarles su vigencia actual pone
a una gran mayoría de peruanos en una situación de esquizofrenia. Se refieren a
un glorioso pasado cuando evocan imágenes, por cierto luminosas, de Machu
Picchu, Kuélap, Sacsayhuaman, Sillustani, Chan Chan o de las andenerías de
Ollantaytambo y Pisac; pero al mismo tiempo no tienen reparo en despreciar o
incluso maltratar a los descendientes actuales de quienes construyeron ese
pasado, aquellos que hoy, como dijo Antonio Brack hace unos días, "piden
limosna en los semáforos".
Esta esquizofrenia no es casual; incluso posiblemente no es
ingenua, ya que, al mismo tiempo, permite extraer una cierta ganancia del
pasado y justificar la situación de opresión actual. Este reconocimiento
retórico del pasado es una manera de eludir el presente e inclusive de
contribuir a consolidar sus injusticias. Un proceso similar de expresión esquizofrénica
se ha producido en años recientes, cuando los que más vociferaron su amor por
la patria fueron los que más se sirvieron de ella para el lucro personal, sin
importarles que en su camino envilecieran a la gente y empobrecieran al país.
Quienes vemos la historia como proceso, sabemos que las
sociedades, como la materia, no se crean ni se destruyen sino que se
transforman. Por eso creemos que es importante apreciar la vigencia del mundo
indígena hoy. No se trata de regresar en el tiempo para reinstaurar estructuras
del pasado. La historia es un proceso que va hacia delante, aunque este
"adelante" implique a veces retrocesos desde el punto de vista ético.
De lo que se trata es de tomar conciencia de que lo mejor de nuestro pasado y
presente no sería tal si no fuera por los pueblos indígenas, y no sólo por los
monumentos que han legado, sino también por la domesticación de plantas y
animales, la tecnología de agricultura bajo riego, el cultivo en pozas en los
desiertos de la costa, los waru waru
del Titicaca, la orfebrería, la cerámica y el tejido. Y para referirnos a la
selva: la domesticación de la yuca brava y su procesamiento, luego de extraerle
el mortal ácido prúsico, para convertir la masa en materia prima para el cazabe
y el jugo, en el picante tucupí; o la conservación de masa de yuca por meses e
incluso años enterrada bajo el río o la cocha; o el curare, veneno para cazar
conseguido por la precisa combinación de pocas plantas en un medio donde lo que
existen son centenas de miles de plantas.
Así podríamos mencionar muchas
cuestiones más, pero sólo quiero señalar una que tampoco tendríamos de no ser
por los indígenas: la solidaridad, la reciprocidad, ese dar y recibir, esa
trama y urdimbre del tejido social que ellos nos han legado y que aún hoy, a
pesar de la crisis –o tal vez habría que decir precisamente por ella– mantienen
vigencia.
Espero que el libro y la exposición El Ojo Verde contribuyan a descubrir
la fuerza que tendría nuestra propia historia si logramos construir un país
que, libre de prejuicios, recoja y encauce lo mejor del pasado y presente de
los pueblos indígenas, los que llegaron primero, recordando, como lo hace
Alexandre Surrallés en su aporte a la obra, que detrás de los dibujos y piezas
que observen "hay una enorme acumulación de conocimiento que estos
diferentes pueblos indígenas han ido transmitiendo a través del tiempo".