¿Cómo nos relacionamos con la muerte en tiempos de pandemia?
Aldo Pecho Gonzáles/IDL-Seguridad Ciudadana
Mientras en diversas regiones del Perú por estos días se recuerdan a los muertos, la terrible pandemia de COVID todavía continúa segando vidas, y a la espera de una tercera ola. ¿Qué relación con la muerte venimos construyendo los peruanos en tiempos de pandemia? ¿Cómo ha afectado nuestros rituales? ¿De qué manera percibimos esta tragedia colectiva en un contexto de desigualdad que nos ha golpeado violentamente? En este artículo, se busca reflexionar sobre el significado de la muerte y los vínculos que tenemos con ella en un período todavía vigente de crisis sanitaria.
I
Cuando Alberto regresó a los Barrios Altos, la madrugada del 7 de febrero, la pandemia estaba alcanzando uno de sus picos más altos y no parecía detenerse. Cada día era una mala noticia tras otra: una familia amiga en duelo, un conocido que caía gravemente, su propia familia muy delicada y cientos de llamadas preguntando por oxígeno. Cruzando el río, miró las ruinas de la estación del tren silenciosas, a los pies del jirón Amazonas. Abrió sus ojos, generalmente grandes para cualquier ocasión, y pensó en el ciclo de la vida. O más bien lo vio pasar como relámpago sobre su mente: decenas de imágenes entre la acera y el asfalto, algunas tomadas de la memoria familiar y otras que fueron acumulándose, simplemente, con el correr de los años. Sí, había vuelto a casa.
Esa mañana fallecería su abuelo.
Para quienes hemos atravesado el proceso de duelo durante la pandemia, la muerte tiene un significado especial. Intempestiva, cruel y silenciosa, la COVID se llevó a quienes amamos en vida (y aún amamos después de ella). Tiempos duros los que vivimos. Cerramos los ojos, lloramos, buscamos un porqué. Nos invade el silencio.
Desde mediados de marzo del 2019, que empezó la emergencia sanitaria, en el Perú más de 200 mil vidas han sido segadas. La cifra en frío es sorprendente. Ni siquiera todos los conflictos armados juntos, en doscientos años de vida republicana, han causado tanto duelo como este año y medio de pandemia. Dos picos prolongados, en los gráficos estadísticos, son el reflejo de una herida histórica que hasta hoy no cierra. Los muertos aún se siguen contando por decenas a diario. Mientras tanto, seguimos a la espera de una tercera ola que, por lo menos, tendrá 2 de cada 3 adultos vacunados.
Pero las vidas no son números. Cada vida tiene luz propia y un nombre, una historia detrás y una injusticia por encima. Eso sí, lo abrumador de las cifras tiene algo que decirnos: que todos esos lutos familiares no pueden pensarse por separado, como problema de cada quien individualmente. Los lutos son compartidos, porque esta tragedia ha sido colectiva. En mayor o menor medida, todos hemos sido afectados por ella, y hemos vivido en carne propia el fracaso de nuestra nación para contenerla… Otro silencio.
Quizá después de esta tragedia, para los peruanos, las formas de relacionarnos con la muerte hayan adquirido otro significado. O quizá no…
II
El padre de Rosario también falleció el último verano, tras una dura lucha contra la COVID. En cama, la enfermedad empezó con ligeras dolencias y un poco de fiebre, pero el malestar fue escalando tan rápido que su familia se vio sorprendida. De un momento a otro, su padre no podía respirar y tuvieron que asistirlo con oxígeno de un generador eléctrico que alquilaron. Fue insuficiente. Se prestaron hasta cuatro balones de oxígeno medicinal y cada hijo se turnaba para ir a recargarlos. Los gastos eran de 200 a 300 soles diarios, solo en oxígeno, para unos balones que los proveedores ni siquiera llenaban por entero. Las llamadas al hospital fueron en vano, no había cama. Tampoco habría cama para otros miles.
El sistema de salud estaba colapsado.
Han pasado ya casi nueve meses tras la muerte de su padre y para Rosario sigue siendo un golpe terrible. En la sala de su casa tiene un pequeño altar con su foto, donde cada día pone velas misioneras para que guíen su camino. No puede ir a visitarlo. Con la pandemia aún a cuestas, muchos cementerios han cerrado sus puertas o han mantenido fuertes restricciones. Por el Día de los Muertos, las tradicionales romerías, los cánticos, los almuerzos compartidos con el difunto no han sido iguales. Algunas cosas han cambiado:
—Bueno, igual nosotros evitamos las reuniones —comenta Rosario—. Pero eso sí, le hacemos a mi papá su misita cada tres mes. Una misa virtual que pagamos en la parroquia. No es caro y todos nos compartimos el enlace por Facebook. Así lo recordamos y hasta pueden asistir los familiares que ya no viven por aquí.
Las restricciones de movilidad impuestas por el Gobierno, y el propio miedo al contagio de la enfermedad, ha hecho que muchas personas como Rosario hayan visto afectados sus rituales de la muerte. El proceso del luto mismo ha sufrido una distorsión particular, propia de nuestros tiempos pandémicos:
—La llegada de la COVID al Perú —comenta Sidney Castillo, antropólogo especialista en estudios de la religión— afectó la vida cotidiana de la mayoría de peruanos. La interacción social siempre ha sido muy próxima, con familias extensas y una vida doméstica grande, con dos o tres generaciones viviendo en un mismo hogar. El hecho de no poder interactuar con los pares inmediatos fuera de casa ha sido una cuestión bastante difícil. En este sentido, los rituales de muerte se han visto afectados. Todos conocemos a una persona, vecino, amigo, o familiar, que ha fallecido por COVID. Los velatorios y funerales, instancias profundamente sociales para afrontar el duelo, no se han podido dar de la misma manera como se acostumbraba a hacer. La enfermedad no permite que las personas estén próximas. Al menos hasta el año pasado esto fue más restrictivo. Ahora, con el gran índice de vacunados, probablemente esta tendencia cambie, aunque sin tener el mismo impacto que antes.
Por supuesto, a algunas personas no les ha importado mucho las restricciones, e igual se volcaron a los diversos cementerios del país para visitar a sus muertos. Hay un móvil que nos lleva a buscar contactarnos con nuestros difuntos, y no necesariamente las creencias religiosas, sino una conexión mucho más compleja, capaz de unir la fe, la memoria personal y ciertos valores seculares muy particulares sobre la muerte y la trascendencia de la vida.
Yo también enciendo una vela.
III
A pesar de que la crisis sanitaria nos viene dando por el momento un respiro, aún seguimos conviviendo diariamente con la muerte. Pero a diferencia de los meses iniciales, o por lo menos en los dos picos de la pandemia que hemos tenido en el país, ya no es un hecho que atraiga nuestra atención o nos impacte de la misma forma. ¿Ha cambiado verdaderamente nuestra forma de pensar la muerte por estos tiempos?
—Los peruanos de alguna manera, sobre todo en los grandes centros urbanos, ya están habituados al hecho de que la muerte sea una parte de su vida cotidiana—comenta el antropólogo Sidney Castillo—. Están familiarizados con nociones de muerte, en el sentido de que los medios de comunicación y sus reportes policiales, con violencia expresada diariamente, de alguna manera desensibilizan. En otras partes del país, como en las zonas rurales, la muerte es parte del ciclo de la vida. Hay rituales específicos que se hacen para poder llevar un proceso de pena y de luto, que se vive de forma social. Lo novedoso que ha traído la pandemia es una presencia y noción de la muerte bastante amplificada.
¿Hemos normalizado tanto la tragedia que ya no podemos percibirla? Quizá también nuestra propia indignación. Los hospitales colapsados, las medicinas caras, el oxígeno por las nubes e insuficiente, las autoridades robando fondos públicos para la salud y algunos medios de comunicación intentando dinamitar el proceso de vacunación. Este ha sido apenas un pequeño corolario de un hecho mucho más trágico: la crisis de un modelo en el Perú, pero que a todas luces va a continuar. El mismo modelo que nos dejó con apenas 100 camas UCI para afrontar el inicio de la pandemia, un sistema de salud enclenque y sin capacidad de respuesta, y una concertación empresarial de precios medicinales vulgar e indignante.
La pandemia no produjo la profunda crisis que venimos viviendo, solo la catalizó, y en todas sus dimensiones. Y esta ha sido la crisis por la que más de 200 mil peruanos han perdido la vida en menos de dos años. Este es un razonamiento que para muchos debería ser parte de nuestro sentido común, pero esto no siempre puede ser posible. Para quienes deben afrontar el duelo, el doloroso proceso de aceptar la muerte, las razones son más próximas (y la verdad tampoco les falta). “La muerte se percibe como un hecho súbito e injusto. Se trata de hacer una racionalización bastante intensa, por qué pasó esto o a quién culpar”, nos dice el antropólogo Sidney Castillo. Y generalmente, buscamos culpas individuales, cargar con la sanción moral a las personas más próximas. Son formas socialmente válidas de encontrar una explicación a la tragedia individual, claro está, pero que le quitan el peso de encima a los responsables de la tragedia colectiva.
Sentado en la plazuela de la Buena Muerte de los Barrios Altos, Alberto piensa que si toda esta tragedia no tuviera impacto en nuestro país, como conjunto, por lo menos sí dejará una profunda huella para cientos de miles de personas que han tenido que afrontar la muerte de sus familiares y seres queridos en condiciones jamás pensadas. Una marca generacional sobre la que no hemos tomado todavía plena conciencia de su impacto social e incluso político. Mientras tanto, nuestra relación con la muerte quizá seguirá siendo la misma, pero con una experiencia bajo el brazo que nos permitirá entenderla y afrontarla mejor.
Buen análisis.
Faltó agregar la actitud de las clínicas particulares (ver link).
https://youtu.be/zbhm4HGb7Y4