Estado violento (I): Discursos de odio
George Matienzo Vidal
Seguridad Ciudadana – IDL
Llevamos más de dos meses en una situación de violencia que parece no tener fin, aún más con las medidas que viene tomando el ejecutivo y el congreso, dejando sin horizonte claro la posibilidad de un cambio de autoridades. Las demandas sociales y políticas no han dejado de resonar y se han ido acercado a la capital con la intención de encontrar algún medio que convierta este coro de voces en propuestas reales. Mientras tanto el gobierno se “defiende” de manera ofensiva buscando mantener el “orden público” a través de mecanismos que hasta el momento han tenido como consecuencia 60 muertos, 1305 heridos reportados, miles de intervenidos y una grave fractura en la democracia y la relación del Estado con la sociedad.
Los más visible en los últimos meses ha sido los enfrentamientos de manifestantes con policías y las fuerzas armadas. Los medios de comunicación, en especial los medios independientes, vienen transmitiendo en vivo o casi al instante los enfrentamientos en las calles de diferentes ciudades y carreteras del país. No obstante, la violencia va más allá del uso de la fuerza y en muchos casos funciona como mecanismo para el quehacer político dado su repetición constante o como planificación estratégica. Para el sociólogo Max Weber el Estado debe tener el monopolio del uso legítimo de la violencia, sin embargo, en nuestro país se ha cuestionado si esta violencia ha sido legítima y en concordancia con las leyes y los lineamientos que la enmarcan.
En ese sentido, cabe preguntarse, ¿qué medidas viene tomando el Estado peruano para garantizar la seguridad y canalizar las demandas sociales?, ¿qué mecanismos se emplean para garantizar el derecho a la protesta?, ¿cómo las instituciones que deben ejercer la fuerza actúan ante la movilización y los infiltrados?, ¿cómo se garantiza el derecho a la libertad de expresión y la divergencia del establishment?, ¿cómo concibe el Estado a la masa de protestante? Responder a estas interrogantes es bastante complicado para un escrito tan escueto, sin embargo, intentaré presentar algunos mecanismos recurrentes que viene utilizando el Estado peruano para afrontar la agudización de la crisis política y las protestas sociales que nos abate desde el 7 de diciembre. En esta primera presentación nos enfocaremos en la violencia discursiva y simbólica.
Política de amigo-enemigo
Los Estados democráticos tiene la responsabilidad de asumir las demandas sociales y políticas de la población, así como legislar y ejecutar políticas para el bien común, sin embargo, en el Perú el Estado viene funcionando como un espacio desarticulado con la sociedad, con una agenda que parece no tener como prioridad la voz de la ciudadanía, por el contrario, se contempla en los discursos de las autoridades mensajes que fracturan el tejido social y genera oposición en la población. Tres son los mecanismos discursivos que se vienen utilizando: la deslegitimación de la protesta, el terruqueo y la criminalización.
En varios de los mensajes a la nación Dina Boluarte ha señalado que las protestas no son sociales, sino políticas; también señaló que un grupo de cuadros políticos de Evo Morales promueven las protestas en Puno; por su parte, DIRCOTE viene manifestando que las protestas son promovidas por miembros de Sendero Luminoso; también los congresistas has manifestado que detrás de las protestas existen personas que solo quiere promover la desestabilización social y política o que son movidos por intereses del narcotráfico o la economía ilegal. Si bien existen infiltrados en las protestas, estas no deben ser deslegitimadas por grupos minúsculos que aprovechan la coyuntura para generar zozobra. Además, y paradójicamente, ha sido visible y recurrente la participación de ternas o personas a favor del gobierno como la pareja de esposos que armaron una pésima actuación denunciando que fueron atacados por estudiantes en las afueras de la universidad San Marcos cuando esta era intervenida.
Estos discursos que acusan a la población de contravenir con la “estabilidad” del país no es más que un recurso para deslegitimar los reclamos ciudadanos a través de cuestionamientos de fondo y forma de las protestas. Cuestionar que los reclamos sean políticos y no sociales implica desconocer el derecho a participar en la esfera política, en consecuencia, desalienta la ciudadanía activa para que la población –en silencio– se deje gobernar sin cuestionamientos porque no saben –y no deben saber– qué es gobernar y legislar. En el fondo esta es una perspectiva vertical y autoritaria del manejo político, es como querer gobernar a niños porque estos no saben tomar decisiones importantes. Lo que se busca con este discurso es la pasividad y la invisibilización de un sector de población que no está a favor del manejo indiscriminado del aparato estatal y el establishment. Entonces, ¿cómo debe presentar sus reclamos la ciudadanía?, ¿ha servido de algo que se manifiesten a través de documentos y pronunciamientos? La protesta es reconocida por la legislación peruana como un derecho para manifestar la inconformidad y la divergencia sobre el manejo del bien público. Y también un recurso social y político cuando no se canalizan las demandas y el diálogo no ha sido efectivo. Sin embargo, muchas han sido las críticas de que miles de manifestantes salgan a las calles a expresar sus ideas y demandas, son acusados de desestabilizar la economía y la paz social y, en muchos casos, acusados de vagos o recibir financiamiento o remuneración por protestar. Lo más curioso es que el movimiento social no tiene el liderazgo claro, por el contrario, es la suma de diferentes organizaciones sociales que han tomado una participación activa a través de la cooperación y articulación horizontal y como última medida para impactar en las decisiones que se toman en las esferas más altas de la política.
Por otro lado, el terruqueo es un discurso que no solo deslegitima, sino que estigmatiza. Catalogar tan fácilmente como terroristas –un discurso que viene usando principalmente la DIRCOTE– es una manera de posicionar a los actores sociales en un tablero de ajedrez donde las partes deben luchar hasta exterminar a su contrincante. Ya no solo se recortan los derechos políticos, sino también los derechos civiles y sociales. Hasta el mismo derecho a la vida. Entonces, ¿por qué se acusa con tanta facilidad de terroristas a las personas que salen a las calles a protestar?
Identificar a un sector de la población o acusar que las manifestaciones están organizadas por terrucos da carta libre a la policía y las fuerzas armas al uso indiscriminado de la violencia. Es decir, este discurso sirve para justificar el uso de la fuerza frente a la ciudadanía con el pretexto de que hay un enemigo que merece un trato a la medida del peligro que representa: la violencia y la muerte. Esta política de amigo-enemigo que se generaliza durante las protestas nos ha llevado a agresiones y asesinatos injustificados y se han violado los derechos humanos y el uso proporcional de la fuerza. Hasta el momento no se ha encontrado a personas con armas de fuego, bombas o algún material que implique un peligro inminente para la sociedad en su conjunto.
La criminalización es otro mecanismo para contravenir con las protestas sociales. Sembrar la duda de la legitimidad acusando de que existen grupo de vándalos, azuzadores, corruptos y agentes de la economía ilegal (minería ilegal) que organizan y promueven las protestas es una manera de generalizar sin criterio –cuando no es intencionado– o generalizar una verdad a medias que sirve para mentir. Si existe la infiltración de personas ajenas a las demandas legítimas, la policía debe hacer el trabajo de inteligencia correspondiente para identificarlos y atraparlos; no usar esto como pretexto para emplear la fuerza de manera generaliza como si todas las personas que protestan estuviesen fuera de la ley. Es decir, este es un mecanismo del Estado para colocar fuera de la línea de la ley y la legitimidad a los protestantes, como personas que se han desviado de la ética ciudadana, con la finalidad de poder usar la violencia contra ellos.
Por otro lado, es tarea de la policía brindar la seguridad sin distinciones a toda la población, es decir, también son responsables de dar seguridad a los manifestantes. Y en caso identifique actos vandálicos debe proceder a individualizar el uso de la fuerza según los lineamientos de las operaciones policiales de control, mantenimiento y restablecimiento del orden público. Por el contrario, la policía ha incursionado en el análisis semiótico e interpretativo de colores y palabras que han generado la burla y el desprestigio de su institución. También ha presentado como promotores de las protestas a dos ciudadanos que tenían en su poder una cantidad minúscula de dinero y un cuaderno donde explica para qué se usaba (comida, transporte y medicina). También presentaron las “armas” contundentes incautadas durante las protestas: botellas de plástico con una solución química para hacer daño a los efectivos, que en realidad no es más que agua con bicarbonato para aplacar la sensación de irritación y escozor que generan las granadas lacrimógenas.
Esta forma de hacer política y contravenir a las protestas no sería posible sin los medios de comunicación, ya que estos funcionan como resonadores que hacen llegar los discursos de odio a la ciudadanía. Asimismo, los noticieros, periódicos y algunos programas donde se pueden verter opiniones sobre la coyuntura también contribuyen con esta narrativa como coautores. Y en caso de que no tengan pruebas, recurren a discursos paupérrimos para buscar criminalizar las protestas con frases como: “Es evidente que la agenda de la protesta es ideologizada, inatendible y tiene financiamiento ilegal” o “Nadie le niega merito a esos jóvenes que salen a pelear (…) No estamos acá en contra de la lucha de nadie, sino contra quienes azuzan y lo hace desde el extranjero. Esos ‘Che Guevara’ que lo hacen sentados en su casa y desde su computadora están agitando a los cholitos que salen y se matan para que llegue al poder el grupo que les paga a estos influencers”. Este tipo de comunicadores tienen una clara miopía y una pésima lectura social para creer que miles de personas pueden salir a protestar por manipulación. Miran a la población como “cholitos”, “ingenuos”, pero “asesinos” al fin y al cabo.
Finalmente, se puede decir que estos mecanismos discursivos que utiliza el Estado no parecen casuales ni tienen sustento material, por el contrario, se pueden ver en cada uno de ellos una manera de hacer política generando divisiones y oponiendo percepciones con la finalidad de navegar en río revuelto. El Estado crea un espacio liminal y un enemigo que atenta contra la seguridad interna y el establishment político a través del discurso que justifica –e intenta legitimar– el uso de la violencia aún cuando esta no sigue los parámetros o reglas establecidas dentro del orden constitucional, sino por encima o debajo de este. Es decir, los tres tipos de discursos (deslegitimar-silenciar, terruquear-estigmatizar y criminalizar-desviar) ponen bajo sospecha y fuera de la protección legal a un sector de la ciudadanía –a manera de un enemigo al que hay que combatir y si es posible destruir– que solo busca ejercer su derecho a la libre expresión y la protesta.