Y después de tanta violencia, ¿dónde están los responsables?
Aldo Pecho Gonzáles / IDL-Seguridad Ciudadana
Humberto estuvo en la primera línea el sábado 14 de noviembre, en la avenida Nicolás de Piérola, cerca del edificio Alzamora. Cuando los policías empezaron a disparar bombas lacrimógenas para repeler a los manifestantes, veía cómo la brigada de desactivadores buscaba desesperadamente detener una humareda que iba venciéndolos. Más y más lacrimógenas caían. Humberto también cayó. Medio inconsciente, pudo ver cómo la masa de jóvenes se transformaba en estampida cuando los policías disparaban vehementemente perdigones. Un miembro de la brigada médica buscó ayudarlo, pero los policías lo hirieron. Otros compañeros más cayeron, heridos por la espalda, y los remataron a patadas.
Sin consideración alguna por el reglamento de intervención, sin consideración por los derechos humanos de las personas que están por encima de cualquier directriz, sin consideración por el deber de proteger a la ciudadanía, la Policía tuvo una idea clara: reprimir con violencia. Lo pueden atestiguar personas que estuvieron presentes en la gran marcha sin ser manifestantes: periodistas, corresponsales internacionales, defensores de derechos humanos, miembros de la Defensoría del Pueblo y hasta bomberos. Todos en algún momento atacados, incluso sin encontrarse cerca de los jóvenes, u hostilizados en su labor. ¿Por qué la Policía no quería registros de lo que sucedió en esa fatídica noche? ¿Qué había detrás de esta actuación y un sospechoso espíritu de cuerpo para buscar blindaje? ¿Podía seguir siendo sostenible un discurso que individualizaba responsabilidades como actos aislados?
En su primer mensaje a la nación, el presidente de la república Francisco Sagasti anunció cambios importantes en la institución policial. Habló de “modernizar y fortalecer” la Policía. En realidad esto es un eufemismo para referirse a lo que en teoría vendría a ser una de las reformas más importantes de esta institución en las últimas dos décadas. Estos cambios afectarían, en primer lugar, la cadena de mandos que estuvo a la cabeza de la Policía por estos meses. En segundo lugar, introduciría funcionarios públicos de Servir en los procesos administrativos y presupuestales, buscando acabar con los casos de corrupción y prebendas en manos de funcionarios policiales, además de tener una fiscalización exhaustiva de Contraloría. Y, por último, crear una comisión de bases que tenga una composición plural y con participación de la sociedad civil para proponer cambios profundos en la institución.
Sin duda, las medidas son saludables y representan un duro golpe para un sector de la cúpula policial. Además, también sería una forma de “castigar” a una parte involucrada en las violentas represiones ocurridas en las jornadas de la marcha nacional. ¿Pero esto es suficiente? El Gobierno de Sagasti se ha cuidado muy bien de no señalar con nombres y apellidos a los responsables, y más bien de afirmar vagamente que no se puede generalizar a toda la Policía: que existen buenos y malos elementos, y que se encontrarán a los culpables. Ningún mea culpa, ni siquiera cortar beneficios de retiro a los oficiales involucrados hasta que terminen las investigaciones. Así se invitó al retiro al teniente general Jorge Lam, subcomandante general de la Policía, entre otros catorce oficiales más al mando. ¿Pero qué sucedió con el general Jorge Cayas, a cargo de la VII Región Policial Lima, quien encabezó y ordenó en campo junto con el general Lam —según La República— que se sumaran más refuerzos a la avenida Abancay el sábado 14 de noviembre? Continúa en su puesto. Lo mismo que el jefe de la Unidad de Servicios Especiales, coronel Carlos Villafuerte, también en campo ese día. Y ni qué decir del comandante Luis Castañeda, responsable directo del sector de la avenida Abancay, cruce con Colmena, donde ocurrieron las represalias más violentas (incluida la muerte de Inti Camargo).
Pero no nos quedemos en la institución policial y su terrible actuación. Hay mucho más, por supuesto. Estos hechos no han sido aislados, sino que responden a una orden cumplida en cadena. Y en este nivel la responsabilidad es estrictamente política. ¿Qué tendrían que decirnos el expresidente de facto Manuel Merino, el expremier Antero Flores-Aráoz y el exministro del Interior Gastón Rodríguez? En el caso de Manuel Merino, nunca tuvo un mea culpa. Más bien, después de estar desaparecido por interminables días, salió a declarar que se solidarizaba con los jóvenes que salieron a las marchas, marchas que él mismo mandó a reprimir y que tenían la consigna de deponerlo del cargo. Antero Flores-Aráoz en mutis total, a diferencia de aquellos días como premier cuando felicitaba a la Policía por su actuación en las manifestaciones y les prometía que encontrarían en él a un defensor. Por su parte, Gastón Rodríguez está no habido, pero parece que nos dejó a su hasta hace poco asesor Luis Naldos como director de la Oficina General de Integridad Institucional para que lo investigara.
Hasta antes del golpe institucional dado por Sagasti, la estrategia para limpiar la imagen de la Policía era establecer una ya clásica dicotomía entre buenos y malos elementos. Los malos, por supuesto, serían castigados, pero sus actuaciones no corresponderían al actuar de toda la Policía. Pero este no es el punto del debate. Que haya o no buenos o malos elementos, en cualquier institución, profesión u oficio nadie lo pone en duda. Aquí nos preguntamos quién autorizó, quién planificó y quién dirigió esta violencia sistemática contra manifestantes que dejó ya no decenas, ni centenares de heridos y dos lamentables fallecimientos. Es decir, cómo se dio carta abierta para que haya un uso indiscriminado de la fuerza y posteriormente se pretenda encubrir —de manera cínica, torpe y aberrante— hechos tan evidentes que hasta organismos internacionales exigen investigar. La violación de derechos fundamentales ha sido tan evidente, que resultó muy difícil para el actual Gobierno cerrar los ojos y pasarlas por alto. Aunque de todas formas su ya infatigable tibieza dejará en manos del Ministerio Público un proceso que a todas luces puede resultar no muy limpio.
Ha sido evidente, por parte de un sector de la Policía, una campaña por limpiar su nombre, pero también por obstaculizar las labores de investigación fiscal, amedrentar testigos y heridos, y criminalizar a las víctimas mediante la filtración de sus datos, en muchos casos tergiversados. ¿Qué vendrá después? ¿Asumirán la responsabilidad de los hechos ocurridos en las históricas jornadas del movimiento social? ¿En verdad se podrá encontrar y juzgar a los responsables mediatos e inmediatos de los terribles hechos? Esperemos que no se dé nuevamente un proceso que deje el camino abierto a la impunidad. Los antecedentes no son nada alentadores. La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH) señaló que de 49 casos de manifestantes muertos en protesta entre 2012 y 2016, apenas 5 terminaron por ser trabajadas por Inspectoría. Los demás fueron archivados, no hubo sanción para los policías involucrados.
Existe un último punto más por reflexionar. Se dijo mucho que estos hechos violentos por parte de los policías eran aislados, que no habían ocurrido nunca en Lima. Probablemente no, o no con tal ferocidad desde hace mucho tiempo. Sin embargo, sí han sido constantes en las protestas socioambientales, en zonas extractivas y rurales, e incluso en ciudades capitales o cabeceras de región. Hace tan solo unos meses murieron tres indígenas en la comunidad nativa de Bretaña en un contexto de protesta. ¿Acaso no fueron feroces también las represiones en Tía María o Espinar? ¿O hace tan solo unos años en Bambamarca o Bagua? ¿Quiénes fueron sancionados? ¿Cómo se asumió la responsabilidad política? No podemos sustraernos de una realidad que es terrible y constante en nuestro país: el abuso de autoridad. Y esta no engendra y reproduce más que la violencia. Con una reforma ad portas, esperemos que se forjen los mecanismos adecuados para que esto no vuelva a ocurrir, y si así fuera, encontrar y sancionar a los culpables.
Los nombres de los responsables estan en los celulares de Merino, Araoz y Rodriguez en los chats que usan para recibir ordenes del grupo elite de la derecha que aceita a los engranajes del congreso y al ejecutivo.